Rodrigo Brión Insua (A Pobra do Caramiñal, 1995). Grado de Periodismo en la Universidad de Valladolid (2013-17). Redactor en Galiciapress desde 2018. Autor de 'Nada Ocurrió Salvo Algunas Cosas' (Bohodón Ediciones, 2020).
En Twitter: @Roisinho21
Nadie sobrevive a la vida. La ciencia ha demostrado que el 100% de las personas mueren con el paso del tiempo. Del mismo modo, todos somos potencialmente inmortales. Al menos, hasta que se demuestre lo contrario. Y suele demostrarse, como así lo corroboran las pruebas existentes. Todos nos acabaremos yendo en algún momento. Algunos más tarde que otros. La mayoría antes de lo deseado y una parte de la población demasiado pronto, muriendo sin haber vivido. Casi siempre se van los mejores, o eso dicen. “No habrá cabrones en el mundo que se tuvo que morir Chiquito”, afirmó un día, con acierto y amargura, Berto Romero.
Tuvo que ser un elemento prácticamente subatómico y tan inasible como el coronavirus el que nos recordase, una vez más, lo frágiles que somos, lo diminutos y volátiles que podemos llegar a ser ante los elementos, ante todo aquello que no controlamos. Porque, en realidad, no poseemos ni disponemos de los mandos de nada. Somos ingobernables. Ni siquiera podemos saber si en verdad gozamos de libre albedrío o si, por el contrario, todo responde a una suerte de determinismo insoslayable. Tan pronto cerramos los ojos en la guardería como los abrimos en la universidad. Todo ha transcurrido en un microsegundo y no nos hemos percatado de las experiencias que nos atravesaron en ese lapso temporal que hemos vivido con los ojos cerrados. Tanto estamos como no estamos. Incluso podemos estar sin ser. Pregúntale a mi abuela. Con suerte te responderá algo coherente. O tal vez te confunda conmigo.
Pero hay algo peor que irse: querer marcharse. El concepto de “sacarse de en medio” es terrible. Pensar que estorbas o, pero aun, que no pintas nada, me resulta terrorífico. Y, sin embargo, la idea del suicidio ronda muchas cabezas, más de las que pensamos. Transitan entre nosotros, compartimos el ascensor con ellas, las invitamos a cañas, las saludamos en el trabajo y hasta convivimos con personas que, desde hace ya algún tiempo, valoran seriamente la posibilidad de ser ellos los que enciendan las luces del after, pongan 'El vals del obrero' en el reproductor y anuncien, sin decírselo a nadie, que la fiesta, por su parte, ha llegado a su término.
Que tu cerebro ponga punto y final, dando la orden de apagar el sistema, fue la principal causa de muerte externa en 2020, con casi 4.000 esquelas -que sepamos- según el INE. Una cada dos horas, prácticamente. La tasa de suicidio ha ido aumentando en los últimos años, hasta un 2021 que, según los pronósticos, batirá todos los registros. La crisis sanitaria no solo agravó el problema, sino que afinó la puntería: por cada menor de 30 años que murió de covid se suicidaron cuatro. Esta no es una pandemia silenciosa; es una pandemia silenciada. Silenciada por todos aquellos que se niegan a hablar de la muerte, de normalizarla, de arrojar luz sobre las mentes oscuras, de no querer emplear la palabra suicidio por si alguien está escuchando y, al oírla, siente el clic que le hace ver las tijeras con otros ojos.
Por eso, es importante que nos sentemos un momento a hablar sin necesidad de desgracias que nos inviten a la reflexión. No precisamos más Verónica Forqué, Avicii, Marilyn Monroe, Enke, Mac Miller o van Gohg para ponernos manos a la obra. No hace falta fama para necesitar atención y ayuda. Y no importa quién seas o dónde te encuentres: si necesitas auxilio buscalo. Búscame a mí incluso. Sigue el consejo de Carmelo Romero -quien por cierto sigue ocupando su escaño- y “vete al médico”, como le sugirió en su día a Iñigo Errejón cuando hablaba sobre la ruina del sistema que debería salvaguardar nuestra salud mental. Y, sobre todo, no hagamos oídos sordos ni pasemos de puntillas cuando alguien nos da muestras de que necesita ayuda, porque lo normal es que uno no anuncie que va a tomar la vía de servicio. Escuchar. Atender. Comprender. Nunca juzgar. Recurrir a profesionales cualificados. Pasos sencillos que podemos hacer en la intimidad, con serenidad y empatia hacia el que necesita socorro. Ya está bien reunirse con amigos en terrazas a hablar de la vida. Vamos a hablar de la muerte.
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