Rodrigo Brión Insua (A Pobra do Caramiñal, 1995). Grado de Periodismo en la Universidad de Valladolid (2013-17). Redactor en Galiciapress desde 2018. Autor de 'Nada Ocurrió Salvo Algunas Cosas' (Bohodón Ediciones, 2020).
En Twitter: @Roisinho21
Iban a ser 15 días, pero allá van 422 jornadas que nos separan del inicio del estado de alarma. Es mucho tiempo. Hay gente que ha celebrado sus dos últimos cumpleaños soplando restricciones. Entre medias han llegado nuevas personitas a este mundo pandémico y nos hemos despedido de mucha gente antes de lo que nos hubiese gustado. Sea como sea, la vida sigue, y no queda más remedio que agarrarnos los machos y tratar de redescubrir, en la medida de lo posible y siempre bajo el radar de lo permitido, cómo era el planeta antes de la Covid-19.
Por eso este sábado terminó el estado de alarma después de que el Gobierno de España -presuponiendonos una responsabilidad y un raciocinio que no sabría decir si tenemos o no como ciudadanía- decidiese que ya era hora de ir abriendo un poquito la mano para que nos asomemos de nuevo al mundo que dejamos en standby en 2020. Las imágenes con las que amanecimos el domingo no me ayudan a reconciliarme con una humanidad a la que me cuesta descifrar. Porque quiero creer en las personas, pero desconfío de la gente. Terrazas llenas, cánticos en plazas, petardos, euforia desmedida... Yo buscaba la explicación en la tele, pero no vi ni rastro de un nuevo gol de Iniesta en Johanesburgo -si bien los festivos conmemorando éxitos del deporte nacional también es un concepto que me resulta extraño-.
Da la sensación de que, una vez concluido el estado de alarma, ha comenzado el estado de armarla. Mientras, los medios seguimos martilleando con la cantinela de que el virus sigue, que todavía hay muchas cosas de su comportamiento que los expertos no son capaces de comprender y que todos somos potenciales bombas de relojería que tanto podemos confinar nuestro barrio como llevarnos por delante al panadero si no somos cautos. Pero el problema no es que la gente, aunque sea una minoría, desconozca esta realidad, que la sabe de carrerilla en la mayoría de los casos. Es, sencillamente, que no sabemos comportamos de otra forma, y que mientras se pueda vamos a estirar el chicle al límite, por miedo a que mañana no podamos salir a la calle a jugar, hasta que este se rompa y no quede más remedio que regresar a nuestro cubículos durante una semana, o dos, o tres o las que las autoridades consideren menester.
Somos incapaces de asumir nuestra propia libertad y de gestionarla como es debido, tal vez por falta de educación o de cultura. También es cierto que no me sorprende porque opciones, la verdad, no hay muchas. Si responsabilizamos a los jóvenes de lo ocurrido en la madrugada del sábado al domingo, hay que buscar también a los responsables de que esos mismos jóvenes no tengamos más ocio que afanarnos en las terrazas a echar cálculos de cuántas cervezas podemos consumir con los 10 euros que nos quedan para todo el finde y si no compensará más comprar ron entre varios y hacer botellón en el parque.
Porque somos una generación que inequívocamente relaciona beber con pasarlo bien, ya que no disponemos de otras alternativas. Sin oportunidades laborales, con una formación a caballo entre crisis económicas y sanitarias, mi generación no puede permitirse reuniones en nuestros domicilios porque no tenemos casa propia, ni pasar el fin de semana fuera porque no nos alcanza, ni ir al cine, o al teatro, o a cualquier otra actividad permitida porque o bien es muy caro o bien es un lujo reservado solo a los que disfrutan de esas infraestructuras en la capital y no en pueblos de unos pocos miles de vecinos.
Pese a todo, tanto si lo respeto o lo cuestiono, no puedo más que entender a toda la gente que aprovechando el buen tiempo, el fin del estado de alarma y la favorable situación epidemiológica de algunas zonas como, por caso, Galicia, se echaron a la calle el sábado para reencontrarse con la medianoche en el exterior, un privilegio que había quedado restringido como tantos otros. Después de un año y dos meses, ya no es una cuestión de fatiga pandémica, sino de reconquistar aquello que nos fue confiscado por el bien común y que ahora, a medida que avanza la vacunación, podemos soñar con recuperar. Porque es importante recordar que que nos quiten el toque de queda no es un privilegio, es un derecho, y que la pandemia no terminará hasta que el número de fallecidos sea 0. Las mascarillas deberían ser suficiente recordatorio.
Además, ¿con qué vara de medir podemos juzgar lo ocurrido el sábado en la Puerta del Sol, cuando días antes una marabunta celebraba en Génova la victoria de la libertad pregonada de Díaz Ayuso sobre el socialismo, aparentemente enemigo nº1 del madrileño de a pie? Imagino que los que festejaban de forma desmedida una cosa el martes eran los mismos de este fin de semana: los que obvian los miles de muertos, las cifras en las UCI o los callos y ojeras de los sanitarios, pero que después se toman una cervecita tranquilamente en Malasaña con la tranquilidad del que sabe que su ex no estará al doblar la esquina. Esas cosas que solo pasan en Madrid y que por ser España dentro de España tendemos a creer que ocurre a lo largo y ancho de la piel de toro. Supongo que usar tan alegremente la palabra libertad ha logrado que la misma pierda todo su significado y haya quedado como un mero eslogan político y no como un derecho al que tendremos que acostumbrarnos de nuevo. Ojalá no tardemos en sentirnos más libres y menos culpables.
Escribe tu comentario