La fractura prometida

Rodrigo Brión Insua

Rodrigo Brión Insua (A Pobra do Caramiñal, 1995). Grado de Periodismo en la Universidad de Valladolid (2013-17). Redactor en Galiciapress desde 2018. Autor de 'Nada Ocurrió Salvo Algunas Cosas' (Bohodón Ediciones, 2020). 

En Twitter: @Roisinho21

Me despierto en mi cama, como ayer y anteayer, sobresaltado por la posibilidad inminente de que el techo del cuarto se me caiga encima y me aplaste. Instintivamente me cubro la cabeza con los brazos, como cada mañana, pero nada ocurre. Permanezco en esa posición unos segundos eternos hasta que, valientemente, con la cara tapada, miro a mi alrededor por entre las rendijas de mis dedos. Todo parece despejado. Parece. No hay que confiarse. Me gustaría salir de la cama dando un salto, pero no lo hago, prefiero ser cauteloso, así que abandono mi lecho con sumo cuidado. Primero un pie, el derecho -no soy supersticioso, pero non vaia a ser o demo…-, y luego el otro, y camino de puntillas hasta el baño.

 

Sentado en la taza constato que todo está tal y como estaba anoche. O eso parece. Insisto: parece. No puedo cometer el error de ser un incauto. Sin embargo, no veo ni una sola fisura ni desconchón en la pared. Las baldosas tampoco se han levantado ni un milímetro. Me lavo la cara, me cepillo los dientes, me peino, pero lo hago todo con medido escepticismo y no dejo de mirar alrededor. Asumo el riesgo de encender la radio y esperar las malas noticias. Aprieto los ojos con fuerza y abro los oídos con más fuerza, pero no escucho nada. Nada alarmante, quiero decir. Solo a Boyero despotricar de otra superproducción de Hollywood. Tal vez vaya a verla. Si sobrevivo, claro está, al día que me espera. 
 

Apuro el café, es lo único que hago rápido, y salgo de casa rumbo a la redacción. Bajo las escaleras como las bajaría Indiana Jones, eligiendo bien cada baldosín, no vaya a activar una trampa tolteca con mi pisada. Ya a pie de calle escudriño cada esquina, pero el escenario parece el de ayer. Enfilo el recorrido hasta la Praza da Quintana, fijándome bien en los muros que recorren Xoan XXIII, en la Facultad de Medicina, en los laterales del Hostal dos Reis Católicos, en la fachada de la Catedral… No, hoy tampoco. No hay ni una triste grieta. Respiro aliviado.
 

Llego a la redacción y Rober, con la paciencia de siempre y su sonrisa irreductible, me brinda los buenos días. “¿Te has enterado?”, me pregunta. ¡Ya está! ¡Ya está aquí la buena nueva! ¡El fin se acerca, como predijeron las escrituras! “Han arreglado la calefacción”. Ah, pues no era. Bueno, el fin del mundo me pillará calentito al menos. Saludo a mi jefe al entrar como buen escudero que soy y me zambulló en la actualidad. Tal vez durante mi paseo matutino haya ocurrido, pero tampoco. Las noticias son las de siempre: que si un colapso en urgencias, que si una compañía anuncia un ERE para cientos de empleados, que si el Barça está en bancarrota pero va a fichar a Mbappé, que si sube el precio de la luz, y el de la gasolina, y el del queso, y el del tulipán negro (“¿Todavía hay tulipán negro?”, me digo)... No. Nada de nada. Ni un quiebro. Ni una raja. Ni un resquicio. Nada de nada de nada. 
 

Cumplo con mi jornada laboral con temor infinito (unos pasajeros que se han vuelto a quedar en tierra por un autobús que no pasa, una mujer asesinada a manos de su pareja, unos viejos de una residencia que se quejan porque no reciben una atención digna, otra mujer asesinada a manos de su ex, un bebé muerto por la guerra en Ucrania, o en Palestina, o en cualquier otro lugar civilizadamente salvaje…insisto, lo de siempre), como algo saboreando cada bocado como si fuese mi última cena, corro en la cinta del gimnasio como si me persiguiese la parca, incluso me permito el lujo de tomar un café con los amigos como si nada pasara, como si el mañana estuviese garantizado, como si el mundo no fuese a estallar de un momento a otro. Como si no estuviesemos todos condenados. 
 

Ha pasado otro día, y sin darme cuenta estoy duchado y de nuevo en pijama, metido en la misma cama en la que me desperté sobresaltado horas antes. Pues no, hoy tampoco era. Es raro, porque al ritmo que vamos, ya debería de haber sido, ¿no? Repaso mi día y ha sido un día anodino, pero bastante bueno. Como casi todos. Viene a mi cabeza una frase que me dijo una vez Miguel Lago, que puede ser sospechoso de ser de todo, menos poco ocurrente: “Siempre que va a pasar algo al final nunca pasa nada”. Y hasta ahora no ha fallado en su predicción. 

 

No obstante, hay personas que lo pronostican: en la puerta de Ferraz, en el Pazo do Hórreo, en el Congreso, en el Senado, en el Parlamento Europeo, incluso en la ONU… Se rompe España. Se lleva rompiendo un tiempo y es una rotura fulgurante y de kilómetros, según dicen. Pero yo no lo veo. Espero que la fractura haga un siete la pared de mi piso en cualquier momento y parta mi calle en dos en un surco que se adentre en el mar, pero no parece llegar. Me duermo, pensando en que mañana será el día en el que, definitivamente, se romperá España, como todos parecen augurar. Me despertaré exaltado y repetiré el mismo proceso, con alguna nueva sonrisa y algún viejo enfado, pero volveré a la rueda. Día tras día. Hasta que, esta vez sí, se rompa España. Se acaba el año, pero yo sigo esperando. Se me prometió que se rompería y no se rompe. Vamos, que se rompa, que yo lo vea. 

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