Nada cambia; todo empeora

Rodrigo Brión Insua

Rodrigo Brión Insua (A Pobra do Caramiñal, 1995). Grado de Periodismo en la Universidad de Valladolid (2013-17). Redactor en Galiciapress desde 2018. Autor de 'Nada Ocurrió Salvo Algunas Cosas' (Bohodón Ediciones, 2020). 

En Twitter: @Roisinho21

Llevo más de 3 años informándoles de lo que ocurre en Galicia y en el resto del mundo. Soy el que cuenta las hectáreas de terreno quemado en un incendio en Ourense, el que les narra los riesgos que entraña la reapertura de la Mina de Touro, el que les asusta con el precio de la luz y el que le hace a Feijóo las preguntas que no quiere responder. Pronto le preguntaré a otra persona; mismo atril pero distintas caras. He crecido a medida que ha crecido este diario, aprendiendo y sumando horas poco a poco. He tenido tiempo de contar porqué el último fichaje del Celta es un acierto, o porqué no hay que volverse locos comprando aceite de girasol como si fuese, literalmente, oro líquido.


Por suerte, trabajo de lo mío -que hoy es mucho- y tengo el privilegio de disponer de esta atalaya que me permite tener una panorámica muy útil para constatar una cosa: nada cambia; todo empeora. Aquí hablamos de crisis, pero con 27 años no puedo más que poner los ojos en blanco y preguntar al político de turno: ¿qué crisis? Como con el coronavirus, las olas se solapan unas a otras y la sensación es que nunca hemos abandonado la primera. Mi generación no conoce otra cosa. Estamos como estábamos, pero peor. El futuro es una palabra que habla de cosas que no van a pasar. También son palabras “empleo”, “meritocracia”, “suerte”, “estabilidad emocional”…palabras que conocemos, como conocemos la Luna: está ahí, a la vista, pero inalcanzable.  


Opositamos a ser felices. Algunos opositan, literalmente, aún sabiendo que gente con tres décadas de experiencia les arrebatará el sillón que, por tres décadas de experiencia, les pertenece. Opositan a costa de su salud mental y de su tiempo, que nos corre a todos, sin percibir cambios, pero viendo como todo empeora, mientras llenamos indiscriminadamente colas del paro, salas de espera de psicólogos o mesas de bar, porque la terapia del tequila podemos pagárnosla y la de un profesional no. Pronto ni eso. Pronto ni podremos conducir hasta la esquina, incapaces de pagar el diésel. Muchos no tienen ese problema. Por poder no pueden ni pagarse el carnet. También habrá que renunciar al gimnasio, a los museos, a los teatros, a los estadios…La salud, la cultura y el ocio quedan para aquellos que pueden permitirse estar sanos, enterados y sonrientes. Los menos.


Seguimos consumiendo cultura y ocio, claro, pero no en el cine, con un precio por entrada inasumible para la mayoría, sino en casa, en un portátil o directamente desde el móvil, subyugados a que no importa la forma ni el cómo, sino el cumplir con lo que toca, que es ver el último trending topic. La pantalla grande, ese lujo que ya no podemos permitirnos ni en una primera cita. También las primeras citas han dejado de ser eso. Ahora quedamos con quien nos hace match o nos manda un fueguito, con quien ya tenemos “algo”. Se acabó eso de arriesgarse, de entrar en territorio ignoto para llevarse un planchazo o, con suerte, un número de teléfono al que llamar al día siguiente, o tres días después para no parecer muy desesperado. Vamos sobre seguro, sabiendo que, al menos, parece que hay feedback. La ostia siempre llega, eso sí, pero en diferido, también a través de una pantalla con un tick azul y un prudencial tiempo de espera que nos confirma que no hay respuesta y que no, que no era esta, que toca pasar a otra alma, a ver si es la buena.


Somos una generación desencantada, que vive entre guerras, pandemias, reyes exiliados, políticos corruptos, lecciones de millonarios y crisis que ni entiende ni ha provocado, que asiste día sí y día también a lo mismo, donde lo nuevo para nosotros es sinónimo de ropa heredada del hermano mayor. Mientras, subsistimos, a veces a costa de papá y mamá, que en el mejor de los casos están doblando el espinazo en una fábrica durante 8 horas, otras veces en bici, con una mochila a cuestas en días de lluvia y repartiendo puerta por puerta lo que algún capullo necesita con urgencia, porque no puede esperar a que escampe y bajar a la tienda de enfrente. La que aparece empapada en el recibidor puede ser enfermera, o arquitecta, o ingeniera, o periodista, reducida, por la vida, a una mochila amarilla y a un “aquí tiene, que tenga un buen día”. Una personilla desencantada y en un eterno a punto de combustionar.


Resistimos, con música y con amigos, con placeres pequeños y baratos, como acurrucarse un domingo por la tarde bajo las sábanas o reunirse en torno a unos cafés para decir lo bueno que es Benzema y lo mala que es la prota de la serie de moda. Consolamos la desazón de nuestros padres al vernos emigrar y secamos nuestras lágrimas con la manga en silencio, en la oscuridad de un cuartito reconvertido a piso, con la misma distancia de la cama a la vitro que al baño. Con suerte un biombo separará a ambos y, con más suerte todavía, el mes que viene podremos seguir pagando el alquiler.


Estamos sobrepreparados y sobrecualificados en casi todas las áreas menos en la vida, que nos resulta extraña, vacía y sin más aliciente que el de llegar al día siguiente, a ver si entonces sí suena la flauta. Echamos la vista atrás y vemos que lo de antes era igual, pero mejor. Twitter no es Tuenti, Euphoria no es Aquí No Hay Quien Viva, y Fito & Fitipaldis no es Platero y Tú. No están mal, pero no son lo de antes. Tal vez solo cambiemos nosotros, más angustiados y amargados. Es lo que provocan las promesas incumplidas. Mientras, esperemos a que lleguen los coches voladores, de los que también les he hablado en alguna de estas páginas. Para entonces tal vez ya seamos ricos. O felices. Lo que llegue primero. 

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