La noticia ha aparecido embozada en los medios. Como a escondidas entre la avalancha de informaciones cuasi monopolizada por la jornada macroelectoral del 28 de abril, o por la profusión de curiosidades y cotilleos de personajes populares. Son estos últimos los crecientes protagonistas de las páginas de los periódicos y las redes digitales, tanto en los sensacionalistas como en los serios, como antes se distinguía. Pero su significación social no podría ser más reveladora en los tiempos que vivimos, cuando seguimos asistiendo impertérritos a los efectos perniciosos de un tipo de capitalismo anglo-norteamericano que todo lo permea y condiciona (y no sólo en el hemisferio occidental).
Resulta que algunos ricos famosos --de nuevo el glamur y el encanto fascinador de la farándula-- utilizaban atajos tramposos para conseguir que los jóvenes miembros de sus proles accediesen a estudiar en prestigiosas universidades estadounidense, tales, por ejemplo, como Yale, Stanford o Georgetown, todas ellas respetabilísimas instituciones académicas no sólo en EE.UU sino internacionalmente. Entre las más de 50 celebridades que utilizaron las malas artes de un ‘conseguidor’ para ser admitidos en los centros universitarios involucrados, se mencionan actrices deslumbrantes como Lori Loughlin y Felicity Huffman, con las cuales el talludo redactor de estas líneas confiesa no estar familiarizado.
Resulta que los ricos personajes que requerían el servicio de William Singer, administrador de una compañía preparatoria universitaria denominada muy apropiadamente The Key (La Llave), evitaban pasar los duros controles de admisión universitaria mediante un sistema sofisticado de engaños y de sobornos a los propios responsables de los exámenes que llegaron a percibir cantidades entre 15.000 y 75.000 dólares. En ocasiones los crápulas encargados de velar por la puridad de los exámenes permitían que otras personas expertas suplantasen a los estudiantes aspirantes o, simplemente, les daban las respuestas correctas de antemano. Incluso después de haberse realizado materialmente las pruebas, se procedía en ocasiones a modificar las respuestas para que superasen las puntuaciones establecidas para la admisión.
Para dar mayor credibilidad a las prácticas y sobornos citados anteriormente, algunos de los ricos progenitores efectuaban sus pagos a través de un sistema espurio de donaciones benéficas a una fundación, las cuales acababan en los bolsillos de los gerentes de las pruebas. Recuérdese que se trata de exámenes estandarizados de uso generalizado para la admisión universitaria estadounidense (Scholastic Aptitude Test-SAT y American College Testing- ACT). Llegados a este punto quizá algún lector pueda preguntarse por qué tanto interés en acceder a estas universidades de prestigio. Conviene traer a colación algunas consideraciones realizadas hace unos meses en un artículo de opinión como el presente, en el que subrayaba la importancia que tiene para los jóvenes estadounidenses la decisión de optar por cursar estudios universitarios en uno de los más de 4.500 centros de estudios superiores del país norteamericano.
Los jóvenes estadounidenses saben bien que el título universitario de una universidad reputada suele ser el trampolín para entrar en las mejores condiciones en un mercado de trabajo muy competitivo. La regla general --y generalizable-- es que a mejor calificación obtenida en los colleges universitarios se corresponde una mejora en las expectativas profesionales de los estudiantes y una mayor retribución salarial futura. Para quienes no son ricos y ‘no tienen’ (have-nots), los dineros para sufragar su educación universitaria son muy altos y necesitan endeudarse para conseguirlo.
Según datos de fines de 20l7, más de cuatro millones de estudiantes endeudados no habían cumplido con la devolución de sus pagos durante al menos nueve meses. Las cifras eran preocupantes si se tiene en cuenta que el total de créditos que se encontraban en una situación de impago ascendía a los 140.000 millones de dólares estadounidenses. Hasta el propio banco central (Federal Reserve) ha hecho sentir recientemente su voz de alarma tras conocerse que las deudas de las familias se habían incrementado en el primer cuarto de 2018 hasta superar los 13 billones de dólares (millones de millones, o trillions en la jerga financiera estadounidense). El capítulo de mayor endeudamiento correspondía precisamente al de los préstamos estudiantiles.
El coste de las tasas universitarias en España es muy bajo en comparación con los de EEUU. Sirva como referencia el abono de la matrícula en la Universidad Complutense de Madrid para realizar, por ejemplo, estudios de grado en Periodismo o Comunicación Audiovisual. El estudiante debe completar 60 créditos y pagar unas tasas de poco más de 1.300 euros anuales durante un período estimado de cuatro años. En Nueva York, en un centro asociado a CUNY (City University of New York) el estudiante aspirante a realizar una carrera similar debe completar 54 créditos, y a pesar de ser un centro de educación superior subsidiado por las autoridades públicas, debe abonar una cantidad en torno a los 28.000 euros anuales.
La parábola del caso de los estudiantes estadounidenses endeudados invita a reflexionar respecto a nuestra situación a este lado el Atlántico. La noticia comentada en este artículo choca con nuestra propia idea de meritocracia. Es decir, con la idea de que aquellos que se esfuerzan para conseguir mejores calificaciones sean recompensados en buena lid. Se dirá que en sistemas clientelísticos --y hasta feudalísticos-- como los que aún imperan en nuestras universidades públicas el canto a la meritocracia es como un brindis al sol. No es el caso de los estudiantes. En cuando al personal docente, y aunque no tanto como sería de desear, las cosas han cambiado a mejor en cuanto a las oposiciones y promociones universitarias. Ciertamente, queda mucho por hacer para reconducir los efectos perversos y las apropiaciones indebidas expuestas por el conocido ‘efecto Mateo’, mediante el cual se benefician los ya beneficiados. En nuestra Europa social el imperativo moral por hacer posible que los desfavorecidos de las clases medias y subordinadas puedan aspirar a la igualdad educacional es crucial para legitimar el Estado del Bienestar, institución emblemática de nuestro modelo social europeo.
Cargado de razón estaba Javier Marías en sus últimas disquisiciones periodísticas cuando aseveraba que el papanatismo de los españoles hacia lo estadounidense es penoso y que no pasaría mucho tiempo sin que acabásemos comiendo pavo el día de Thanksgiving, fiesta nacional estadounidense por antonomasia. Cabe también advertir del peligro de importar conductas depredadores contra la meritocracia en el conjunto del Viejo Continente. Ese es el juego por el que aboga el ‘capitalismo de casino’ de ricos y listos. Jueguen señores, jueguen… Rien ne va plus.
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