El próximo 25 de los corrientes se celebran elecciones en dos de las ‘nacionalidades históricas’. En Galicia, el candidato Feijóo persigue quedar encapsulado en sus méritos --y deméritos-- personales. Parece que buena parte de sus posibilidades por renovar su mayoría absoluta en el parlamento gallego dependan del tirón personal del candidato a la presidencia de la Xunta. Incluso su jefe de campaña ha llegado a aseverar que, “la marca Feijóo trasciende a la marca PP”. Cuando las noticias sobre los asuntos de corrupción se avientan en tiempos de contiendas electorales, los candidatos en liza buscan alejarse de la identificación partidaria, más o menos diplomáticamente. Cuanto más lejos de la pestilencia corruptora, mejor para sus posibilidades de éxito personal.
Es la vieja cantinela de lo que en la política se ha estudiado como el ‘carisma’ o, simplemente, el liderazgo. ¿Cuánto del éxito del PSOE en el período 1982-96 se debe a sus propuestas políticas y cuánto a la valía de su máximo representante político, Felipe González? Es como la pescadilla que se muerde la cola, pues ambos elementos son muy difíciles de disociar. La cultura de algunos partidos, como el Partido Nacionalista Vasco, por ejemplo, tiende a subrayar la trayectoria ideológica e histórica de la formación y los personalismos suelen quedar más diluidos en las decisiones de su máximo órgano colegiado, el Euzkadi Buru Batzar, integrado por miembros de gran peso político territorial como son los presidentes de los Consejos Regionales de la formación (Bizkaia, Gipuzkoa, Araba, Nafarroa e Iparralde).
Aunque ello también dependerá de los resultados en Galicia y el País Vasco, las probables terceras elecciones generales a fines de año escenificarán la importancia del ‘factor humano’ de los candidatos. Entre los partidos de alcance estatal aspirantes al gobierno de España (compartido o en solitario) el panorama actual subraya las incongruencias entre los programas electorales y los personajes políticos que deben llevarlos a efecto desde las instituciones.
Las dificultades crecientes del socialista Pedro Sánchez parecen derivar, en no poca medida, de la permanente pelea interna de sus barones territoriales por posicionarse de cara al Congreso del partido y, por ende, a la pugna por el poder dentro de la formación socialista. La incontenible ambición de algunos/as de los retadores del secretario general Sánchez se antepondría a la articulación de un proyecto político creíble y diferente del que ahora ha sido su gran oponente electoral: el PP. ¿O es que los socialistas sólo pretenden el poder para hacer las mismas políticas de sus contrincantes electorales? Recuerden que Alfredo Pérez Rubalcaba admitió en su debate electoral con Rajoy en el año 2011 que los socialistas “tuvieron 8 años para pinchar la burbuja inmobiliaria y no lo hicimos”. Una impotencia semejante permanece como una pesada losa en la credibilidad del PSOE; un partido opuesto al PP, pero sin una convincente economía política alternativa que salve a nuestro Estado del Bienestar y, por extensión, al modelo social europeo en la parte alícuota que le corresponde.
La prepotencia del PP durante su última legislatura con mayoría parlamentaria parece ser responsable precisamente de una mayoría de partidos en su contra, lo que se patentizó en el rechazo a Mariano Rajoy en su último intento de investidura. De los partidos emergentes (Podemos y Ciudadanos) cabe identificar un rasgo compartido de su bisoñez política: la incapacidad para incidir efectivamente en un cambio de personas en la vida política de España.
Hubiera sido deseable un gran acuerdo entre las cuatro grandes formaciones hoy en liza en España (agregando Izquierda Unida a la plataforma de Podemos y adláteres) a fin de realizar una segunda Transición que hubiera remozado nuestro sistema democrático y constitucional. Hace unos meses escribía que la coyuntura política aparecía propicia para legitimar la refundación democrática en España. Una negociación interpartidaria entre las fuerzas representativas hubiera podido fructificar en un acuerdo a someter eventualmente al pueblo español en forma de referéndum constitucional con tres reformas necesarias y suficientes. A saber: (a) salvaguarda de los derechos humanos como seña de identidad de los valores civilizatorios europeos; (b) promoción del Estado del Bienestar según el modelo europeo de cohesión social y creación de valor añadido; y (c) constitucionalización del estado federal plural de naciones y regiones aplicando los principios europeos de la subsidiariedad territorial y la rendición de cuentas democrática.
‘Largo me lo fiáis’, podría aducirse a los anteriores análisis normativos. En la actualidad, y por más que fuese conveniente y hasta necesario, muy pocos observadores parecen compartir la posibilidad de un consenso entre los partidos análogo al que se materializó en la Constitución de 1978. Quizá habría que rebajar las expectativas de cambio y pensar qué otra reforma induciría a una regeneración de nuestra vida política. ¿Por qué no la implementación de un sistema electoral más proporcional y, sobre todo, de listas abiertas?
Las ‘listas cerradas y bloqueadas’ han agudizado los procesos de oligarquización siempre presentes en el seno de las formaciones partidarias, tal como vislumbró Robert Michels en su seminal obra, Los partidos políticos (1911). Han estimulado y estructurado las prácticas de corrupción --tanto individuales como orgánicas-- de sus representantes institucionales. Ahora más que nunca, sería conveniente permitir a los votantes ejercer su capacidad de ‘eliminar’ de las listas a aquellos dirigentes no adecuados a sus expectativas o considerados inconvenientes para ejercer las responsabilidades públicas a las que aspiran. La reforma electoral ayudaría sobremanera a valorar con mayor y mejor información las cualidades de los candidatos y a potenciar una mayor proximidad entre representantes y representados.
Sería ingenuo esperar que una reforma electoral para ‘desbloquear’ y ‘abrir’ las listas electorales pudiera ser el antídoto para eliminar la corrupción y el desánimo políticos en España. Pero ayudaría sobremanera a restablecer la credibilidad entre representantes y representados y consolidaría la legitimidad democrática. Serían penalizados electoralmente los cabezas de lista que fuesen considerados inadecuados por los electores y esquivaríamos, en no poca medida, la que ahora parece una insuperable contradicción del voto: cómo ‘castigar’ al líder incapaz de la lista de nuestras preferencias y, en su caso, ‘premiar’ el de otra candidatura. Los propios partidos obtendrían una muy saludable información de las preferencias de los ciudadanos. Ajustarían, en suma, la necesaria sintonía entre lo que dicen sus dirigentes y lo que luego hacen en las instituciones del poder político.
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