Tomó por sorpresa a casi todos. Salvo un reducido círculo de allegados, pocos sabían que la primera ministra, Theresa May, fuese a convocar elecciones generales en el Reino Unido para el próximo 8 de junio. Apenas han pasado dos años desde el triunfo conservador en las elecciones del 7 de mayo de 2015. Obtuvo entonces el Tory Party una mayoría absoluta con 331 diputados en una Cámara de los Comunes compuesta por 650 miembros. La decisión de May seguramente ha sorprendido pero es muy calculada, y a buen seguro habrá estado influida por Sir Lynton Crosby, el gurú electoral de los conservadores en la victoria --aquella vez sí-- inesperada pero inapelable de 2015.
El asunto muestra varias aristas, todas ellas bien entrelazadas en el objetivo final de la victoria electoral de los conservadores y, sobre todo, en el perseguido objetivo de renovar el liderazgo incontestado de May. Salvadas las distancias contextuales y democráticas, May persigue lo que Recep Tayyip Erdogan buscó en el reciente referéndum celebrado en Turquía: acrecentar su capital político y su capacidad de ‘ordeno y mando’. Algo que está en línea con lo que en los últimos lustros mis colegas Jacob Hacker y Paul Pierson re-bautizaron como la política del ‘ganador todo se lleva’ (winner-takes-all politics). Analizaban los politólogos norteamericanos cómo el neoliberalismo protegido por las instituciones de gobierno en Washington había auspiciado un acaparamiento desaforado de la riqueza por parte de los más pudientes, en detrimento de las ‘sufridas’ clases medias.
De acuerdo a la cultura política y el entramado institucional de países como el Reino Unido, la política del ‘ganador todo se lleva’ se posibilita con el generoso plus en número de escaños facilitado a la formación ganadora del voto popular. En 2015, por ejemplo, los conservadores de David Cameron obtuvieron la mayoría absoluta en los Comunes con menos del 37% de los votos emitidos. Como consecuencia de este sistema de escrutinio uninominal en democracias mayoritarias como la británica, los gobiernos suelen gozar de un respaldo estable y fuerte por parte de sus mayorías parlamentarias. Unas mayorías que, sin embargo, no reflejan cabalmente la diversidad política del país. Son sistemas que no requieren del diálogo y el acuerdo con las otras formaciones y actores sociales, rasgo característico de otras democracias como las escandinavas, o la propia España durante el periodo del ‘diálogo social’, en el que participaron sindicatos y empresarios.
El envite de Theresa May es en la práctica un órdago dirigido al opositor Partido Laborista. Como se sabe, en la concurrencia electoral se realizan propuestas según los programas políticos de los distintos partidos. Es una adaptación de la filosofía mercantil mediante la cual los competidores ofrecen sus productos para conseguir mayores y mejores cuotas de marcado. En realidad apuntan al monopolio y a hacer desaparecer a sus competidores. En esa línea cabe interpretar la decisión de May, no sólo para quedarse con ‘todo’, aumentando si cabe el número de diputados parlamentarios, sino infligiendo una gran derrota a su tradicional partido opositor. Éste se encuentra muy dividido y, sobre todo, desorientado con un líder, Jeremy Corbyn, débil por la propia contestación interna de los miembros más centristas del partido, y por sus indecisiones ante el asunto de mayor calado en la política británica y europea como es el relativo al Brexit. Si en un principio se mostró a favor de la quedarse en la UE, ahora por análogas razones de conveniencia electoral a las de May, ‘donde dije digo, digo Diego’.
La estrategia acaparadora de May debe entenderse en función del abandono del Reino Unido de la Unión Europea y sus implicaciones en la política interna británica. Poco importa que May haya consumado su conversión desde un tibio europeísmo, previo al referéndum del 23 de junio de 2016, a su actual férreo antieuropeísmo. Ella sabe que su futuro político depende de ello. Como moderna representante del viejo programa Tory del ‘One-nation conservatism’, propuesto por Benjamin Disraeli en pleno auge del Imperio victoriano, May es una pragmática por encima de cualquier otra consideración. Cree que sólo la historia le juzgará. Su conducta política está predeterminada por su afán en mantenerse en el poder y por los efectos prácticos de sus acciones como primera ministra y líder de los Tories.
Para consolidar su programa de actuación, se hace preceptivo recuperar los ‘votos prestados’ al xenófobo UKIP de Nigel Farage, apuntalando su base electoral en la Inglaterra profunda y populosa. Además de dañar las posibilidades de alternancia del Labour Party antes comentadas, seguramente pretende lanzar un mensaje inequívoco a los nacionalistas escoceses que sopesan la convocatoria de un nuevo referéndum de independencia, dado que en todos los distritos electorales en el viejo reino caledonio se votó a favor de permanecer en la UE. Parecida situación, y potencialmente intratable por su no muy lejano pasado de enfrentamientos violentos, es la relativa a Irlanda del Norte, donde hubo una mayoría a favor de la permanencia en la UE y un rechazo implícito de establecer nuevamente una frontera indeseable con la República de Irlanda.
Con una victoria amplia el próximo 8 de junio, Theresa pretende llevarse el agua a su molino en los variados frentes políticos abiertos. En lo relativo a las negociaciones del Brexit con los representantes de la UE, el efecto de una victoria contundente de May el próximo 8 de junio sería el endurecimiento del proverbial enfoque negociador británico. Bien harán los interlocutores continentales en dichas negociaciones en no confundir el deseo por conciliar posiciones con una sumisión a los planteamientos pragmáticos de May y sus adláteres. A éstos últimos poco les importa la idea de una casa común de los pueblos europeos. Para ellos cuenta que representan la mitad más uno’ de los ciudadanos que votaron a favor del Brexit.
De la misma manera que por factores contingentes y circunstanciales se produjo dicha pequeña mayoría, la situación podría cambiar en un futuro indeterminado. Ello sólo sería posible si una mayoría de los propios británicos volviesen a creer en Europa. Para ello se requiere convicción y entereza en los negociadores continentales. Y que Marine Le Pen no triunfe en las próximas presidenciales francesas, naturalmente.
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