Así conceptualizaba sintéticamente mi malogrado colega Alfred Stepan al federalismo: self-rule and shared rule. En España, país de textura federal, el federalismo se ha entendido y se ha reclamado mayormente con relación al primero de sus principios. Federalismo se ha entendido –y se sigue entendiendo-- como una derivada a ensanchar la capacidad de decisión política por parte de las regiones o naciones minoritarias. En ocasiones los nacionalistas secesionistas lo han abrazado tácticamente como un pasaje hacía la soberanía y la constitución de un nuevo estado.
Por su parte, los federalistas estatalistas han puesto espuriamente el énfasis, no ya en la co-gobernación sino en la construcción de un andamiaje institucional aparentemente descentralizado, pero políticamente subordinado al centro. Bien ilustra tal posición el título ‘España, por una Estado federal’, un libro redactado por un grupo de prestigiosos juristas que firmaba con el seudónimo Javier de Burgos. Supuestamente se trataba de un alegato federalista en la cual se reivindicaba –aun implícitamente-- la figura del afrancesado creador de la división territorial provincial en 1833, a semejanza de los départements franceses. Y es que los acomplejados afrancesados españoles del siglo XIX pretendían importar un modelo de ‘éxito’ en el país vecino, pero altamente disfuncional en la España plural de entonces y de ahora.
La decisión tomada respecto a la desescalada territorial de los efectos de la pandemia del Covid 19 cabe calificarla de histórica y de altamente prometedora para ahondar en ambos principios de autogobierno y gobierno compartido. Es cierto que ha sido posible en unas circunstancias muy excepcionales que seguramente han atemperado aquellas tendencias centrifugadoras de separatistas, al igual que las centralizadoras de jacobinos desde la administración central. Pero ha fructificado en un acuerdo general de implementación de una política pública crucial para luchar contra el maligno del Coronavirus. El fin ha justificado sobradamente los medios empleados.
Quizá hubo otra ocasión histórica en la que, espontáneamente, los pueblos de España se unieron a sangre y fuego para luchar y expulsar el común enemigo exterior, como fueron las tropas de ocupación napoleónicas durante la Guerra de la Independencia (1808-12). Los territorios hispanos actuaron entonces disgregados pero unidos en el objetivo común de liberación. La coordinación entre las distintas juntas territoriales supuso de facto una actuación bajo pautas federales. Recuérdese que, por aquel entonces, las denominadas provincias eligieron dos representantes para formar parte de una Junta Central, unidad suprema de gobernación del reino. Al margen de las funciones de ámbito general (dirección de la guerra, relaciones exteriores y coloniales, y servicios de carácter general), el resto de la administración era responsabilidad ‘regional’.
Con la caída del bonapartismo, el indeseable Deseado Fernando VII inauguró las prácticas de bandazos entre los partidarios del Antiguo Régimen. Una vez más el destino tragicómico tan presente en nuestra historia asistió a la frustración de comprobar cómo un monarca inepto y antipatriota frustraba las esperanzas de cooperación horizontal que se habían implementado en manera natural por todos los pueblos de España en su nombre (¡!), pero sobre todo como expresión común de rechazo a la dominación de los ‘liberadores’ napoleónicos.
Sirvan las dos breves referencias históricas de comportamientos netamente federalistas en nuestro país, para reclamar su normalización en la práctica de nuestro futuro político. Cuán largo me lo fiais, diría el Burlador de Tirso de Molina, asistiendo como asistimos en los últimos tiempos al empecinado intento de secesión por parte de los separatistas catalanes. Empecinamiento de una minoría mayoritaria que no tiene visos de ceder en su ‘programa máximo’ en un futuro cercano. No se olvide que el intento de imponer la secesión por la violencia política auspiciado por ETA y sus adláteres, se neutralizó hace pocos años, aunque seguramente sigue viviendo en el odio contra España que alimentan algunos apóstoles de la irredenta Euskal Herria hispano-francesa.
El centralismo español, por su parte, bien podría adaptarse al programa de la democracia federal en España. En concreto, sería útil su compromiso de articular una reforma constitucional que federalizase definitivamente el Senado y que auspiciase la subsidiariedad territorial y la rendición de cuentas democrática, principios guía del proceso de Europeización en curso. Por encima de cualquier otra consideración, el objetivo final de tales propuestas sería el de empoderar a los territorios constituyentes de la España plural. Se facilitaría, así, más poder para la (co) gobernanza multinivel y mayor incorporación política multilateral para evitar la centrifugación anómica de los territorios de España. La convivencia política en nuestro país sigue condicionada por la superación de un centralismo acaparador, débil e históricamente violento. Una realidad tozuda e irresuelta.
Las buenas noticias son que la desescalada ha propiciado una respuesta auténticamente federal en un país casi siempre insatisfecho con los poderes públicos y sus representantes institucionales. En la variopinta configuración de los estados federales, donde vive un 40% de la población mundial, el principio común a todos ellos es el de hacer compatible unidad y diversidad mediante el pacto político. Foedus en latín alude precisamente a eso: pacto. No vayan a creerse Vdes. que las prácticas federales son como la’ mano de santo’ que todo lo remedia. Especialmente en un país como el nuestro donde las singularidades subestatales constituyen un poderoso elemento de identidad y movilización política. Pero sí proveen la aspiración al ‘pacto’ como superador de diferencias y optimizador de políticas públicas que generen confianza y bienestar para el conjunto de la ciudadanía. Desde esa perspectiva, bienvenida sea la desescalada. Vade retro virus asesino….
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