Hace unos días nos dejó Manuel Marín, protagonista de diversos hitos en la reciente historia política de España. Los medios de comunicación han destacado sus varias aportaciones a nuestra vida institucional. Entre ellas cabe destacar, como no podía ser menos, su implicación en diversas tareas de gobierno y representación en España. Quizá su etapa como presidente del Congreso de los Diputados durante 2004-2008 haya sido la más mencionada. Fue ese el colofón a su larga andadura pública que comenzó como diputado tras las primeras elecciones democráticas de 1977.
Pero su implicación en los asuntos relativos a Europa mediante un trabajo tenaz y capaz fue sin ningún género de dudas su gran contribución a la modernización de España. Una España socialmente atrasada, casposa y sombría que miraba a Europa con el deseo de emular su libertad y prosperidad. Fueron los años franquistas tiempos de represión y autorrepresión, de viajes iniciáticos a la realidad de nuestros países hermanos. Todo ello quedó transformado con el empuje europeizador de nuestros políticos de la Transición del 78, entre los cuales Manuel Marín figura en una posición prominente por sus propias capacidades. Su firma el 12 de junio de 1985 del Tratado de Adhesión de España a las Comunidades Europeas, junto a otros dirigentes gubernamentales, plasmó visualmente su extraordinaria capacidad de trabajo e inquebrantable compromiso para facilitar como negociador nuestra incorporación a las instituciones comunitarias.
Sin embargo, en el clima de agradecimiento expresado durante estos días por la labor de Marín en los temas europeos, se ha prestado quizá una menor atención a lo que fue su gran contribución a la idea de la Europa unida: el impulso a las becas bautizadas con el nombre del gran humanista continental, Erasmo de Róterdam (1466-1536). Las Erasmus, como son conocidas en el lenguaje no sólo académico sino de uso generalizado, son seguramente la gran iniciativa y realización del político manchego durante su período como miembro de la Comisión Europa (1986-1999).
El programa de las becas Erasmus fue auspiciado por el Comisario Marín y se implementó finalmente el 15 de junio de 1987. La paternidad del programa correspondió al comisario Marín como oportunamente recordó el actual Presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, en su reciente tuit de condolencias. El programa se basaba en hacer realidad la sencilla aspiración de cosmopolitismo y universalidad del empeño académico, posibilitando que los alumnos universitarios realizasen cursos en otros centros de enseñanza superior europeos, una formación que se convalidaría tras su regreso a sus universidades de origen.
Sobre las proporciones del éxito y del impacto social que han tenido las Erasmus podría formularse la siguiente pregunta: ¿quién no conoce en su familia o entorno ciudadano más cercano a alguien que haya pasado un año estudiando en el extranjero merced al programa impulsado por Marín? En realidad, y según las propias estadísticas del Programa, casi tres millones y medio de estudiantes han aprovechado las Erasmus durante los 30 años pasados desde su creación. Jóvenes de entre 13 y 30 años han tenido la oportunidad de formarse allende las fronteras de sus propios países beneficiándose, sobre todo, del conocimiento próximo de realidades culturales diversas a las de su procedencia. España es el país que más estimula el traslado de sus estudiantes a otros países europeos, pero también es el que más reciba anualmente (alrededor de 40.000 en ambos casos).
Hablando de las dificultades que encaró el proyecto antes de que el proyecto fuese finalmente aprobado por el Consejo Europeo, Manuel Marín comentaba las reticencias británicas --una vez más-- respecto la iniciativa de este tipo de intercambio escolástico, el cual probablemente haya sido el instrumento más efectivo de generar un sentido de Europa en las vivencias personales de sus beneficiarios y allegados. Tanto el Reino Unido, como hasta Francia, consideraban entonces que la educación y la cultura eran asuntos internos de los estados miembros. Ahora vemos como esas posiciones se han cualificado con el paso del tiempo.
Mientras Theresa May y los nostálgicos conservadores del Imperio británico reiteran el mérito de su ingenio e insularidad para mantener una posición propia fuera del proyecto de la UE, Francia, por su parte, ha corroborado con la elección de Emmanuel Macron su vocación europeísta. Macron está cargado de razón cuando sostiene que en los tiempos que corren la única soberanía posible es la europea. En el entretiempo May trata de recomponer las secuelas de un Brexit aislacionista, entregándose con sus mentores norteamericanos a la construcción de una anglobalización dominante y dominadora a escala mundial.
La construcción política de Europa es fatiga de amplio y largo recorrido. No en vano deben superarse seculares reticencias y hasta odios anidados en el imaginario de los distintos pueblos europeos. La división ideológica de los partidos no lo es tanto respecto al asunto táctico del cortoplacismo para conseguir poltronas institucionales y regalías institucionales. Es sobre la visión estratégica por la Europeización en un plazo más dilatado de tiempo. Las perspectivas y empeños de líderes políticos cabales como Manuel Marín han facilitado el arduo caminar hacia una Europa cada vez más unida. Mucho de sus hacedores habrán sido y serán alumnos de las Erasmus.
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