Es la delación una práctica que tiene mala prensa. Se la repudia por su turbiedad conductual. Es decir, es lugar común considerarla como fruto del comportamiento de envidiosos, frustrados y hasta psicópatas totalitarios. Así fue con las formas represivas propiciadas en la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin. La película, 'La vida de los otros', obra maestra de la cinematografía contemporánea, exponía los métodos no sólo para espiar la vida privada de los alemanes en la Alemania del Este, sino para incentivar la delación entre ciudadanos del nuevo orden comunista auspiciado por 'visionarios' como el líder Erich Honecker (1971-1989).
En España, y en buena medida correlato de una dolorosa experiencia familiar, nuestro preclaro novelista, Javier Marías, ha recurrido a la exposición y crítica de las delaciones como recurso literario y como ilustración de las excrecencias del franquismo (principalmente en su primera etapa tras la Guerra Civil). Como se sabe, la acusación o denuncia, en muchos casos sin base ni fundamento, más allá de la inquina personal, fue un procedimiento ampliamente utilizado durante la dictadura del General Franco, lo que generalizó un clima de desconfianza social, rencores y anomía.
Pero el mal existe y conviene ser consciente de ello. El terrorismo es el mal que sacude inapelable --y crecientemente-- nuestra civilización europea. El último atentado de Manchester ha vuelto a crear alarma, sobre todo sabiéndose que el terrorista responsable y autoinmolado era un ciudadano fanático musulmán, nacido y residente en el Reino Unido. Es ese un patrón biográfico que se ha repetido en anteriores actos terroristas y en otros países europeos como España, Francia, Bélgica o Alemania.
Parece inútil reiterar que el credo musulmán no es responsable del último terrorismo que azota el Viejo Continente. Pero sus autores se autoproclaman como militantes musulmanes que, conviene recordarlo, pretenden destruir el orden y la civilización europeos. Son, por encima de cualquier otra consideración, representantes de un mal del daño intencional, que suele ser tenido por necesario por quienes lo ejercen o lo legitiman.
Nuestro maestro de sociólogos, Salvador Giner, ya nos puso sobre aviso en su último libro ensayo, 'Sociología del mal': la razón es una instancia que no está, necesariamente, por encima de la realidad. Así, la monótona repetición de la ideología del 'daño necesario' extremo se ha impuesto en cuantos movimientos políticos han querido acabar de una vez por todas con una situación manifiestamente horrenda. Las proporciones de esta verdad han sido tales, que produce no poca perplejidad comprobar la tozudez con que gentes responsables la ignoran. Baste recordar, a modo de dramático episodio, que el régimen de los Khmer Rouge, encabezado por el tirano Pol Pot, en Camboya, quiso corregir los males que asolaban el país asesinando y torturando entre uno y tres millones de seres humanos (las cifras son imprecisas, pero desconsoladoras) en un país con un población de 8 millones de personas, durante los años de 1975 a 1979. Ello se efectuó según una ideología explícita (con su correspondiente sociodicea, por ende), y con 'efectos colaterales' tales como los desplazamientos masivos de población realizados a punta de pistola por los miembros purificadores del partido único.
Ahora es el caso de los terroristas fanáticos musulmanes. Y ellos saben bien de las dificultades de nuestros países democráticos para gestionar la prevención de sus brutales actos destructores. Los protagonistas de los atentados acuden a las mezquitas que la 'sociedad abierta' europea posibilita. ¿Por qué los musulmanes que pueden saber de las derivas terroristas de sus correligionarios no los denuncian? Puede argumentarse que quizá anteponen la pertenencia primaria a una religión común a su lealtad secundaria respecto a la sociedad europea donde viven. Esa ésa una relación que conviene recomponer, porque pocos dudan que la colaboración de los musulmanes con las fuerzas policiales y de seguridad sería (es) crucial para prevenir atentados devastadores como el de Manchester. ¿Por qué tampoco se han denunciado (denuncian) por parte de los vecinos los comportamientos sospechosos en los lugares de residencia de los terroristas?
Prevalece todavía una difusa impresión de descalificación respecto a los chivatos. Pero, como escribía hace unos meses en las páginas de este diario digital respecto al caso de Edward Snowden (Benditos chivatos), sus actuaciones en beneficio de la comunidad, y a costa de su sacrificio personal, son ejemplares. Recuérdese que Snowden, un técnico de una empresa subcontratada por la Agencia de Seguridad estadounidense (NSA), y con vinculaciones con la CIA, denunció en 2013 los programas norteamericanos de vigilancia y rastreo informático a escala mundial con la activa cooperación --en su propio beneficio-- de las grandes empresas privadas de telecomunicación. Se convirtió, en suma, en el gran chivato o whistleblower que alertó a la opinión pública de unas prácticas opacas de efectos funestos para nuestra convivencia social. La última vez que paseaba junto al río Moscova, mientras participaba en una reunión académica, no pude evitar pensar en Snowden. El 'soplón' estadounidense confronta ahora una vida en la capital rusa, donde ha encontrado refugio alejado de su país. Allí su gobierno le acusa de traidor y, muy probablemente, afrontaría una larga condena, y quizá la muerte, si regresase antes de que el paso del tiempo pueda hacer recalibrar su caso.
Sean benditos los posibles delatores musulmanes de aquellos otros creyentes que pretenden la destrucción de las sociedades europeas que les han acogido. Unas sociedades que ponen a su disposición sus solidarios Estados del Bienestar y un Modelo Social Europeo de inclusión respeto y empeños comunes. Todos, incluidos ellos mismos, se lo agradecíamos. Y es que no debe olvidarse que los terroristas o torturadores no son meros personajes manipulados por fuerzas turbias y anónimas. Son también malos, y basta.