El próximo 15 de marzo se celebrarán en los Países Bajos unas elecciones trascendentales para el futuro político de Europa. Baste recordar que Holanda, como así conocemos también al país de los tulipanes, condicionó la evolución institucional de la Unión Europea, al votar en contra del proyecto de Constitución Europea en el referéndum celebrado el 1 de junio de 2005. La consulta popular no era vinculante pero, junto al resultado también negativo que se había producido tres días antes en Francia, determinó la suerte del documento constitucional.


Se hizo patente entones que ambas votaciones en contra del proyecto de Constitución para Europa en dos de los países fundadores de la CEE-UE implicaban la muerte política de aquel texto constitucional. El 20 de febrero de aquel año España había votado ampliamente a favor. Con posterioridad el Tratado de Lisboa de 13 de diciembre de 2007 vino a sustituir a la fallida Constitución de Europa, con un texto refundido de precedentes hitos jurídicos como el Tratado de Roma y el propio Tratado de la Unión Europea, firmado en 1993 en la ciudad holandesa de Maastricht.


No es aventurado constatar que un triunfo --aunque fuese relativo-- de las posiciones anti-UE en las próximas elecciones holandesas sería pernicioso para el rumbo futuro del proyecto de Europeización. Las repercusiones de su ‘efecto demonstración’ podrían afectar las elecciones sucesivas en Francia y Alemania. Algunas encuestas incluso avanzan el triunfo del Partido de la Libertad (PVV), liderado por Geert Wilders, quien en los últimos años ha trastocado no pocas de las asunciones que siempre se han hecho respecto al carácter tolerante de los holandeses.


Wilders es un holandés intolerante que protesta contra casi todo, y muy especialmente contra los inmigrantes, sobre todo si son musulmanes. Su discurso político de extrema derecha es fundamentalmente egoísta en clave hipernacionalista. Pero brillan por su ausencia las iniciativas y propuestas concretas en caso de que asumiese responsabilidades de gobierno.


La llegada de los populistas protestatarios de Wilders al gobierno holandés parece poco probable. Todos los colegas holandeses a quienes pregunté en una reunión científica celebrada en La Haya hace unos días opinaban que el resto de los partidos del arco parlamentario holandés rechazarían un ejecutivo de coalición con los diputados del Partido de la Libertad. Naturalmente, la muestra personal consultada en dicha reunión no puede considerarse representativa de la pluralidad de opiniones políticas existentes en los Países Bajos. Una pluralidad que se manifiesta en un sistema de partidos altamente fragmentado. Considérese que hasta 12 partidos esperan conseguir representación parlamentaria y que la hipotética formación ganadora de Wilders obtendría poco más del 15% del voto popular.


La antedicha fragmentación de las opciones partidarias no es algo nuevo en un país como Holanda, caracterizado por su cultura de concertación. La democracia de la ‘pilarización’ (verzuilling), caracterizada por una segregación vertical según los distintos grupos sociales y las distintas denominaciones políticas o religiosas, ha conllevado siempre unas prácticas de consenso a la hora de establecer objetivos comunes en un país diverso --pero muy unido-- de 17 millones de habitantes.


El espíritu republicano en la monárquica Holanda constituye el ejemplo político por excelencia del consociacionismo. Ello se evidenció en situaciones de difícil concertación como fue el caso de la aceptación de los sindicatos holandeses de las restricciones salariales según el Acuerdo de Wassenaar de 1982, a fin de facilitar la creación de empleo. En aquella ocasión sindicatos y patronal acordaron las bases programáticas del ‘modelo pólder’ de política económica que durante los años 80 y 90 hizo posible el denominado ‘milagro holandés’. La combinación del conservadurismo fiscal, con las políticas de moderación salarial, las reformas consensuadas del estado del bienestar, las políticas activas de creación de empleo y el mantenimiento del sistema general de la seguridad social, fueron altamente beneficiosas para el país, en particular, y para el Modelo Social Europeo, en general. En Wassenaar se trató de integrar las reivindicaciones laicas progresistas con los planteamientos reformistas de corte cristiano de sus más importantes agentes sociales, facilitando políticas económicas de promoción laboral.


La situación en los Países Bajos muestra una magnitudes macroeconómicas claramente superadoras de la grave crisis desatada en 2007-08. Ya hace dos años el paro se había reducido al 5% de la población laboral activa, mientras su deuda pública se encontraba en el 65% del PIB, ligeramente superior al porcentaje máximo establecido por Maastricht. Su déficit presupuestario se situaba en el 1,9%. Comparen Vds. tales cifras con las correspondientes a España en 2015 (23% de desempleo; 100% del PIB en deuda, y un déficit superior al 5%).


Una de los grandes rasgos del consociacionismo holandés ha sido, precisamente, la ‘gran coalición’ en el gobierno, mediante el cual distintos grupos según su denominación (por ejemplo, los religiosos protestantes, católicos o judíos) han compartido responsabilidades en el gobierno y la administración pública. Ahora los partidos con mayores posibilidades de obtener representación parlamentaria han manifestado que no se coaligarán con la formación xenófoba de Wilders. Confiemos que así sea por bien de la continuidad del proyecto europeo. Caso contario, sólo faltaría que Marine Le Pen fuese electa Presidenta de Francia, que la Alternative für Deutschland tuviese un peso decisivo en el Bundestag, o que los populistas nacionalistas italianos de la Liga o el Movimiento Cinco Estrellas resultasen vencedores en las próximas elecciones italianas. El nuevo rapto de Europa se habría consumado.


“¡Cuán largo me lo fiáis, amigo Sancho!”, aseveraba don Quijote. Ojalá sea así…

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