En uno de sus célebres requiebros conceptuales, Marshall McLuhan, afirmaba en los años 1960 que Canadá era el único país en el mundo que sabía vivir sin una identidad. Incidía el genial filósofo de la comunicación en la peculiaridad del proceso de formación estatal del país norteamericano y en la diversidad de las procedencias de sus numerosos inmigrantes. Recuérdese que, según el censo de hogares de 2011, existían en Canadá más de 200 grupos con orígenes étnicos diversos, de los cuales 13 de ellos superaban la cifra de un millón. Téngase en cuenta también que Canadá es un país enormemente extenso (segundo después tras Rusia) pero con una población menor a la española (36,5 millones, en comparación a los 46 millones de España).


Pese a su gran variedad multicultural y poblacional contemporánea, las dos grandes comunidades francófona y anglófona son los originarios hacedores de la construcción del país canadiense. Durante los últimos decenios, el redactor de estas líneas ha sido testigo de las innumerables discusiones entre los propios canadienses en las reuniones académicas sobre el carácter nacional, el acomodo territorial o la política de reconocimiento identitario en el seno de la federación canadiense. Evitaré caer en la tentación de repasar, aún someramente, los hitos históricos y políticos de conflicto y cooperación en el Canadá moderno. Pero sí quiero resaltar la relevancia de la noticia del reciente nombramiento de Ahmed Hussen, como nuevo ministro de Inmigración, Refugiados y Ciudadanía de Canadá.


Cuando era un adolescente, Hussen llegó como refugiado al país norteamericano, hace ahora una veintena de años. El primer ministro canadiense, Justin Trudeau, ha vuelto a sorprender por su audacia política y su capacidad para cambiar las cosas, algo que buena parte de los partidos ‘tradicionales’ del hemisferio occidental se muestran incapaces de hacer tras proseguir con sus actitudes acomodaticias y sus prácticas de proponer lo que luego no hacen tras las elecciones. Tampoco las nuevas formaciones del populismo protestatario muestran una capacidad real de implementar reformas desde las instituciones y, en algunos casos, protagonizan sainetes inefables como la petición de los ‘grillini’ del Movimiento Cinco Estrellas italiano de unirse a los liberales pro-europeístas en el Parlamento de Estrasburgo para, pocas horas más tarde, decidir mantenerse en el redil de grupo anti-europeísta de Nigel Farage.


Recuérdese que al igual que su padre, Pierre Trudeau, Justin es miembro del ‘tradicional’ Partido Liberal canadiense. Pero a diferencia de otros renovadores de ‘boquilla’ europeos ha sabido movilizar e ilusionar a sus militantes, simpatizantes y a buena parte del conjunto de la población canadiense. Sirva ello de aviso a formaciones como el PSOE, enzarzada con fruición en un ejercicio de ombliguismo paralizante y desmoralizador para sus ‘tradicionales’ electores.


Naturalmente, los ciudadanos tienen sus identidades culturales y políticas, y Canadá no es una excepción de este axioma social. Hablar, como algunos gacetilleros proclaman, de un estado postnacional en Canadá es aventurado a estas altura del devenir de la humanidad. Pero no lo es tanto aseverar que las gentes en países como España, o uniones como la europea, comparten de forma normal sus diversas identidades territoriales de forma no excluyente entre ellas.


La UE debiera extraer alguna enseñanza de la exitosa política migratoria de largo recorrido que ha implementado Canadá, y que ha alcanzado su mayor simbolismo con el último nombramiento ministerial. Además Canadá, y no debe ser por casualidad, está considerado como el segundo mejor país del mundo según el siempre debatible ranking del U.S. News & World Report. En el entretiempo asistimos impávidos a la tragedia que prosigue en el gran escenario de desgracias que se ha convertido nuestro Mare Nostrum.


El rechazo anti-inmigratorio ha sido un factor sustancial en el discurso populista reaccionario de Donald Trump en las últimas elecciones presidenciales. Aún hoy sigue insistiendo con su arrogancia de WASP prepotente que será el propio México quien pagará la factura del muro divisor. En el Viejo Continente, la excrecencia anti-inmigratoria también provee una munición ideológica similar a los populistas xenófobos que aspiran, incluso, a la presidencia de Francia y, con ello, a la destrucción de la UE. Conviene recordar, una vez más, que Europa necesita a la inmigración para mantener su propio modelo socioeconómico europeo y, por encima de cualquier otra consideración, para respetar sus valores civilizatorios comunes. 


Naturalmente que Europa mantendrá en el futuro previsible sus identidades colectivas, muchas de las cuales se moldearon en la noche de los tiempos. Empero, nuestro Viejo Continente observa los cambios en la otra orilla del Atlántico Norte. Y confronta el dilema de ser engullido por el neoliberalismo estadounidense o de aprender del nuevo liberalismo del valiente Justin Trudeau. El movimiento se demuestra andando, aseveró el filósofo Diógenes… 

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