Allá por los locos años 90, en un anodino -como no podía ser de otra forma- partido de la liga escocesa de fútbol, George Shaw, delantero del Partick Thistle, chocó como una de tantas veces contra un defensor rival, con tan mala suerte que el fatídico golpe lo desmemorió. Aturdido, le comentó al masajista que no recordaba quién era. El mensajero llevó la nueva a John Lambie, entrenador de Shaw, que lejos de replantear el partido, resolvió el conflicto con una frase que ya es historia del balompié: “Perfecto. Dile que es Pelé y que vuelva al campo”.
Creo que esta historia no encaja en la definición del síndrome del impostor, pero seguro que por un instante Shaw sí se creyó Pelé. Y o mucho me falla mi intuición culé, o una conversación muy similar a esa tuvo lugar en las oficinas del Camp Nou un infausto día de agosto de 2021, cuando el presidente Joan Laporta, con la cartilla de la Caja Rural en una mano y la calculadora en la otra, anunció a Koeman que lo de renovar a Messi, pues mira, no iba a poder ser. Messi dejaba libre el 10, además de su nombre en todos los récords habidos y por haber en el FC Barcelona, después de 778 partidos y 672 goles, traducidos todos ellos en abrazos y besos a mi padre. También dejaba muchos huérfanos, entre los que me incluyo, pero esa es otra historia.
¿Y ahora qué? Pues las opciones -además de llorar, obvio- eran dos. La fácil: dejar libre el 10, en recuerdo del mejor jugador de la historia del fútbol mundial y como homenaje a un legado irrepetible. Así, también se daba tiempo para el duelo y distancia para el inevitable siguiente. La difícil: convertir el 10 en la mochila de Atlas y dárselo al primero que pase y, si es posible, que no desentone mucho. Los ojos cayeron rápidamente en Ansu Fati, el diamante más brillante de La Masía y proclamado por los incondicionales cabecilla del obligado relevo generacional en Can Barça.
Poco o nada importó que tenga 18 añitos, o que no llegue al medio centenar de presencias como azulgrana, o que luzca ya cuatro costurones en su maltrecha pierna izquierda, esa que lo ha tenido más de 300 días alejado de los terrenos de juego. Desde luego, los antecedentes no eran los más prometedores, por mucho que Fati rompiese más de un récord de precocidad. Heredar el 10 de Messi es algo que le queda grande a cualquiera, y más todavía si nunca has ido a votar a un colegio electoral, no tienes el permiso de conducir o los del super te piden el carnet cuando vas a comprar cerveza.
Imberbe o no, Fati asumió el reto, aun sin saber cuándo iba a poder jugar o si iba a ser, ya no el mismo, si no lo que la afición esperaba de él antes de pasar por el quirófano. No ha sido hasta la séptima jornada que ha podido vestirse de nuevo de corto. Con 2-0 en el luminoso, Fati, ese que estuvo 10 meses lesionado, tardó 10 minutos en hacer de Messi y desatascar un partido que, pese a estar resuelto, se había vuelto plomizo para futbolistas y espectadores. Recibió el cuero y con conducción y recorte propios de un rosarino, el hispano-guineano hizo olvidar a la platea que el que vestía el 10 era un impostor. Hasta Fati se creyó por un momento que el cargo le pertenecía, y más todavía cuando sus compañeros lo auparon a hombros, como si estuviesen a punto de dar la vuelta al ruedo con él, antes de entregarle las dos orejas y el rabo tras tan extraordinaria faena.
La realidad es que a Ansu Fati no le pertenece el 10 y todo lo que ello implica. No le pertenece la responsabilidad de reconstruir ladrillo a ladrillo un monumento al que sus gestores dejaron en ruinas. No le pertenecen las comparaciones, ni las herencias, ni los números de una estrella que ya nunca volverá a brillar en el carril del ocho para dejar sentado a todo azulón que se cruce a su paso, ni a volar en Roma, ni a bailar a los diablos rojos, ni a enmudecer al Santiago Bernabéu mientras tiende la camiseta, esa con el 10 que ahora serigrafían en la botiga del Barça acompañada del nombre de Ansu Fati. A Ansu, lo peor que le pueden decir antes de saltar al campo es que es el nuevo Messi. Mejor que le digan que es Ansu Fati, que haga lo que sabe hacer, lo que lleva haciendo desde los diez años, y que se olvide del dorsal. Que no sea un impostor, que sea él mismo. Y que si un día se olvida de quién es, que vaya a preguntarle a John Lambie. Él tiene la respuesta.