Cuando escribo esta líneas, veo las imágenes de televisión que nos enseñan a la Notaria Mayor del Reino y Ministra de Justicia entrando en la Basílica del Valle de los Caídos para participar y dar fe de que se inicia el proceso de exhumación de los restos del General Franco de su tumba en lugar sagrado con custodia concedida a los Benedictinos, para a continuación ser trasladados al cementerio de Mingorrubio en El Pardo, para ser colocados en la nueva tumba, muchos deseamos que definitiva, al lado de su esposa Doña Carmen Polo y Martínez Valdés como era, dicen algunos historiadores, su deseo final.
Si les describo las circunstancias del "historical tempore" es para reconocerles, a quienes tengan la amabilidad de leer este artículo, que hasta que no lo he visto con mis propios ojos, no me he creído que un Gobierno de la España democrática decidiera algún día sacar los restos de un Dictador, comparable a Hitler o Mussolini, de la cripta en la que le colocaron sus seguidores y amigos con la bendición de una Iglesia que, en vida, lo recibió bajo palio en sus lugares más emblemáticos, pero que ahora, a la postre, cierra la historia de estos y otros desdichados hechos del pasado, con una discreción vaticana absoluta, para desespero y cabreo de la familia Franco. Vamos, por traducir al lenguaje del día a día como al apóstol Tomás: Si no lo veo, no me lo creo.
La salida de Franco de su lugar de culto no debe ser el final de nada, sino el principio de un tiempo de reconciliación total, que ya buscaron con ahínco las dos Españas cuando en la Transición pasaron página y decidieron vivir en Democracia. Como aquel acto de generosidad generacional, no supo cerrar las heridas abiertas en las fosas comunes, tenemos ahora la obligación ineludible de acabar la tarea con dignidad y eficiencia para que en este país ningún español duerma en la soledad indigna de una cuneta o en una fosa común de Dios sabe dónde. Costará trabajo y paciencia, pero la recompensa será, para los que ahora vivimos y nuestros hijos, muy generosa y motivante: culminar un acto de justicia.
A continuación, ¡por fin!, ya podremos colocarle al relato la única palabra que hace posible la reconciliación entre ciudadanos iguales y libres en un Estado democrático, y dejar que la historia ponga a cada cual en su sitio sin revanchas posibles: Amén.