Los bloqueos institucionales deberían estar regulados por ley, a acatar por todos aquellos que quieran ocupar un Gobierno, sea este municipal, autonómico o central. Somos un país en el que los personalismos y la falta de ética partidaria ahoga reiteradamente, desde la vuelta de la Democracia, las ilusiones de los votantes que, engañados por las soflamas en campaña, acuden a las urnas con la esperanza de que quienes alcanzan una mayoría relativa, la que sea, piensen en el bien común y sobre todo, en lo preciosa que es la estabilidad para la economía diaria de sus votantes.
Estos días asistimos, una legislatura más, a los desplantes y chulerías de nuestros políticos femeninos, masculinos y LGTB, de derechas y de izquierdas, en sus negociaciones para ocupar las diferentes esferas de poder. Lo vimos antes y lo seguimos viendo ahora. No fue pequeña, por poner ejemplos que ya son historia reciente, la inquina de Julio Anguita a Felipe González, que impidió el buen cohabitaje político del socialismo y la izquierda comunista, como ahora lo es la dialéctica suicida entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. A Adolfo Suárez lo mataron los odios de sus familias de derechas en UCD, casi todas revenidas del franquismo, de la democracia cristiana ultracatólica o del liberalismo de las grandes fortunas.
Nada ha cambiado pues desde que Fraga vistió a sus diputados de AP de demócratas; lo único nuevo es que el hijo predilecto de Vilalba ya no está y Aznar y Casado no son tan creíbles para los ultras de Vox como el dueño de la frase “la calle es mía”. Y si además a los de Santiago Abascal le suena a derechita cobarde los Ciudadanos, que les huyen como si estuvieran apestados, tenemos entonces la tormenta perfecta. Para entendernos: los de Rivera pactan con los populares solo para darles el abrazo del oso, mientras los jóvenes dirigentes de la calle Génova asumen el coste de la recalcitrante ultraderecha. Y claro, el resultado final sería Albert el mejor en la oposición y luego a ocuparse de la Moncloa con Malú.
Y en ese océano de intereses políticos, que no de "los españolitos que vienen al mundo, los guarde Dios", flotan naves fletadas por las filias y las fobias de los líderes más incompetentes que nunca ha tenido la política española contemporánea.
Son como son, y todavía los electores no hemos sido capaces de encontrar la fórmula legal de evitar su llegada al poder. No sé, queridos lectores, si tenemos que ponerles en su contrato con los ciudadanos una especie de código de caducidad que les prive de su trabajo -pasando el tiempo prudencial que se requiere para culminar un pacto de gobernabilidad, el que sea- o más sencillo aún, privarles de su salario mientras no consigan entre todos gobiernos estables y oposiciones honradas que hagan funcionar el país, la comunidad o el ayuntamiento que las urnas les han encomendado.
Se admiten ideas, pero el Consejo de Estado -que buenos euros nos cuesta a los contribuyentes y donde hay tanto político experimentado- podría autoimponerse el deber de poner límite a tanta incompetencia manifiesta. O eso, o lo que sea con tal de no soportar tanto dislate de quienes han sido elegidos para ser nada menos que los padres y las madres de la patria y no cumplen con su sagrada misión en la vida.