Iba a empezar estas líneas contando un chiste, pero no me he atrevido. Porque hoy se cumplen cuatro años de uno de los momentos que más me marcaron como persona, al menos en el plano profesional. Una fría mañana de invierno, igualita a esta, irrumpieron en una redacción de Paris dos enmascarados blandiendo sendos fusiles. Los asaltantes segaron la vida de 12 sinvergüenzas y un Policía Nacional francés, este último cuando huían de la escena del crimen.
Unos maravillosos sinvergüenzas, cabe decirlo. Y digo sinvergüenzas en todos los sentidos de la palabra, porque es necesaria una falta total de vergüenza y de sentido del ridículo, así como una valentía y una inteligencia superlativas, para dedicarse al humor, la profesión más difícil y necesaria del mundo. Porque no hay nada más complicado que hacer reír y divertir a los demás, haciendo olvidar los problemas de la gente aunque sea por un breve instante. Y a eso se dedicaban, y afortunadamente ni Alá, ni Yahveh, ni Buda, ni nadie ha logrado evitar que así siga siendo, en el semanario Charlie Hebdo.
Personalmente lo que más me impactó no fue el atentado. Tristemente, la barbarie yihadista acaba todos los días con la vida de un incontable número de personas anónimas, en atentados mucho más sangrientos que el del Charlie. Lo que me impactó y conmovió fue ver como el mundo entero se volcaba en defensa del Charlie Hebdo, un semanario satírico cuyo sentido del humor no comparte todo el mundo. Alrededor de todo el globo, miles de personas salieron a la calle, lápiz en mano, para hacer frente a la locura que representaba (y representa) el extremismo religioso. Al grito unánime de ‘Je suis Charlie’, el planeta proclamaba que la defensa de la libertad de expresión era una causa por la que la mayoría de la población estaba dispuesta a plantar cara al terror. Yo me uní inmediatamente a esa causa y me erigí como paladín del movimiento, siendo el primero en pregonar que mi nombre era Charlie.
Cuatro años después, sigo siendo Charlie. Y Mongolia. Y El Jueves. Y La Codorníz. Pero, cuando miro a mi alrededor, no veo las caras de muchos de mis compañeros de viaje, aquellos que iniciaron conmigo la andadura en defensa de la libertad de expresión. Resulta que el criterio de algunos discernió que no todo está amparado debajo del paraguas de la libertad de expresión. Por lo visto hay bromas que no se pueden contar. Que el humor debe tener límites. Yo no. Yo todavía soy Charlie, y me mantengo firme en la creencia de que en el humor no deben existir trabas. Ni en el arte. Son los únicos campos donde todo es admisible y donde lo único inadmisible es la censura y la cobardía. En un sentido y en otro. La izquierda y la derecha tienen el mismo derecho de alegrar, defender, criticar y ofender, siempre que se haga desde la comedia. En el pasado los bufones eran los únicos que podían burlarse del rey. Y ahora, ni protegidos por la Constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos que recogen libertad de expresión como un derecho fundamental, no podemos ni contar chistechitos sobre la familia real o bromear con la bandera. En pleno S.XXI, en ocasiones retrocedemos más allá del medievo. Pregúntenle si no a Dani Mateo.
Después de esta soflama en defensa de la libertad de expresión, derecho fundamental de un estado democrático, me pregunto si yo mismo estoy haciendo lo correcto o no al autocensurarme pero...¡Qué carallo! ¿Cuál es la profesión más divertida del mundo? La de terrorista suicida, porque es la bomba. Los ofendidos ya saben dónde encontrarme. Cuando lleguen a la puerta, llamen al telefonillo. Pregunten por Charlie.