Muchos de los gallegos que aun quedamos en pie tenemos parte de nuestra familia durmiendo su sueño eterno en el cementerio de la Chacarita o en el del Mar del Plata. Huían de la miseria o la guerra y luego dejaban que la vida se les fuera yendo día a día, año a año, en aquel país generoso donde tanto trabajaron y que les había conquistado para siempre.


Puedo recordar en esa historia personal que todos tenemos a mi abuelo, que trabajó siendo muy joven en la rotativa de Clarín, y como decidió regresar para casarse con mi abuela paterna, y en los atardeceres del Campo de la Compañía -donde todavía están los escolapios, en Monforte de Lemos-, contaba sus "hazañas argentinas" con una gracia inigualable para asombro de sus contertulios y amigos de toda una vida.


Uno de sus hijos, Emilio, a los 16 años, todavía un niño, se subía a un barco y atravesaba el charco donde iniciaría una vida aventurera y fascinante que le hizo recorrer el mundo, conocer a Eva Duarte y volver en varias ocasiones a Galicia, para quedarse finalmente varado en su segunda patria, Argentina, ya muy cerca de los noventa años.


Yo mismo, a los 19 años, cogí un avión, tras acabar los estudios, y me fui a conocer ese inmenso país en el que a los españoles se les llamaba simplemente gallegos, que en mi infancia futbolera nos había enviado al mejor futbolista de la historia, un tipo llamado Alfredo Di Stefano. Tal como me esperaba me enamoré perdidamente de Buenos Aires y sobre todo de una forma de entender la vida que nunca he sabido encontrar en otro lugar del mundo por mucho que he viajado.


Cuando llegué, mi propio tío que me acogió como a ese hijo que nunca tuvo, me contó muchas y viejas historias de la emigración y de la tierra que le había acogido, donde tuvo que trabajar duro y pasar privaciones. Él Tío Emilio, por aquel entonces, vivía en la bonaerense calle Hipólito Irigoyen, la misma rúa en la que El Centro Gallego había instalado su sede en 1912, edificio que cinco años más tarde abandonaría para irse a la ya histórica de la Calle Belgrano, que como les cuenta Galiciapress, va a tener que vender para que esta histórica Institución no desaparezca definitivamente.


Para que los más jóvenes sepan, hubo un tiempo en que los miles de gallegos que huían del hambre en Galicia y dejaban aquí a las "viudas de vivos" que tan bien supo llorar Rosalía, o aquellos otros miles que escaparon del fascismo tras la Guerra Civil, tuvieron en el Centro Gallego de Buenos Aires su casa que les daba asistencia médica, les enseñaba a muchos de ellos a leer y escribir, y en "A longa Noite de Pedra" que versó Celso Emilio Ferreiro se convertiría en "estadullo carreterio" de Cabanillas que no le tuvo miedo al fusil franquista.


Allí estuvo Castelao, allá murió rodeado de una de las bibliotecas más excelsas que posee una intuición gallega en todo el mundo, incluida la propia Galicia. De la pinacoteca me habló muchas veces en nuestro cafés santiagueses un viejo y querido maestro de todos, Isaac Diaz Pardo, que añoraba el Buenos Aires en el que también convivió con su inseparable Lois Seoane ydonde parió el Laboratorio de Formas, que luego aquí se convirtió en el Sargadelos que tantos disgustos le dio al final de sus días.


Hoy sabemos que el Centro Gallego que nació de la emoción por la Alborada y la muerte de Pascual Veiga, se extingue, malherido, por la mala praxis política de los gobernantes de la Xunta, algo para mí inconcebible, y como no, por la inacción de los diferentes Gobiernos de España, a los que nuestros antepasados les importan lo mismo que las mujeres y hombres de la Galicia actual. ¿Un ejemplo sencillo y actual? Muchos Ministros y Ministras gallegos en Fomento y dos resultados funestos: Angrois y el AVE que nunca llega.


La historia coloca a cada cual en su lugar. Dentro de unos años, cuando una periodista gallega bucee en las hemerotecas digitales encontrará seguramente dos cosas. Una, que un Diario gallego llamado Galiciapress en este septiembre de tesis doctorales y ‘procés’ catalán hizo una clara denuncia de lo que está pasando en el Centro Gallego de Buenos Aires, en un intento desesperado de salvarle la vida. Y dos, que los políticos de San Caetano, con su Presidente al frente, se lo miraron con indisimulada suficiencia, como el puente de Hierro de Os Peares al que al final remozaron pintándolo de un asombroso y llamativo color azul. Tecnología punta pagada por la Diputación de Ourense, que es mi pueblo, oiga.


¡Manda carallo!

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