Vivimos en una sociedad que quiere gustarse a sí misma. Muchos ciudadanos sienten la necesidad de sentirse queridos y requieren que los demás se lo digan. Al menos, que les hagan saber que las cosas que hacen son del gusto ajeno. Es esta una sociedad del ‘like’ intermediada fundamentalmente por teléfonos inteligentes que nos abren la puerta a un mundo virtual en el que todos somos ‘alguien’, y en el que todos existimos gustosamente.




El ‘like’ debe ser expresado y hasta registrado entre los múltiples emisores y receptores en cualquier dispositivo digital. Algunos mensajes pueden poner en dificultades a traviesos narcisistas, pero el impulso a ver en la pantalla la figura de la mano con el dedo hacia arriba (casi) todo lo puede.


‘Gusto, luego existo’ sería el nuevo principio de racionalidad telemática. De tal suerte que si no gusta ninguno de los rastros que dejamos en la Red (correos, fotos, impressions, podcasts, posts, shares, whatsapps o, simplemente, chascarrillos rebotados por otros usuarios), entonces no existimos. Naturalmente, en ese trasiego de gustos los anuncios confeccionados a la medida de nuestros perfiles nos bombardean --más o menos subliminalmente-- para que compremos incesantemente. Para que compremos sin parar. La mercantilización publicitaria es quizá más subrepticia, pero no por ello menos efectiva.


Los ‘likes’ y ‘dislikes’ sirven para establecer no sólo tarifas publicitarias, sino también para fijar códigos sociales de inclusión y exclusión a niveles afectivo, laboral, lúdico y, relacional, pongamos por caso. Hace algún tiempo el redactor de estas líneas se entretuvo viendo una pieza en el canal Netflix de TV dentro de la serie Black Mirror, una antología británica que muestra en sus episodios las turbias relaciones entre los humanos y la tecnología. Por cierto, cada vez cada vez se va menos a las salas de cine. Todo indica que el modelo de exhibición audiovisual está cambiando y cada cual ve las películas en la soledad de su pantalla individual, algo que reitera esa dicotomía comunicativa del me gusta/no me gusta.


El filme de la antedicha serie, Nosedive (‘Caída en picado’), reflejaba una situación ficticia --aunque quizá no tan alejada del futuro que ahora despunta-- en la que los personajes se afanaban por gustar a todos aquellos con quienes interaccionaban, no sólo por razones de satisfacción personal. Estaba en juego un sistema de valoración de capacidades y destrezas que clasificaba a los humanos en cinco categorías de 0 a 5. Todos aquellos próximos a la máxima nota, veían facilitadas sus posibilidades de ascenso social con mejores empleos, promociones bien remuneradas o deseables relaciones personales. Las interactuaciones conllevaban una calificación de las personas implicadas, lo que posicionaba a los sujetos en un ranking favorable o desfavorable de la vida de los protagonistas. Al final sucede que la protagonista cae en una espiral de ‘dislikes’ que bajan su puntuación a niveles de exclusión y hasta de inadaptación social.


La distopía de ‘Caída en picado’ puede parecer una exageración para ilustrar el caso de la sociedad del ‘like’. Pero algunas de sus requiebros argumentales validan, al menos parcialmente, las evoluciones actuales. O, al menos hacen pensar que así pudiera ser. El asunto principal del filme en torno al cual giran entendidos, malentendidos y frustraciones es el de que los ciudadanos deben ser agradables a toda costa a ojos de quienes interaccionan con ellos porque de su juicio dependen las calificaciones que los sitúan en los rangos de suspenso, aprobado, notable, sobresaliente y ‘matrícula de honor’.


En la actualidad, ya visualizamos calificaciones y rankings expresados en el número de visualizaciones de un comentario o un post subido en nuestras redes sociales. También aparecen el número de ‘likes’ y ‘dislikes’ que marcan tendencia a la hora de elegir alguna pieza musical o videojuego para pasar el rato. ¿Quién no ha declinado reservar una mesa en un restaurante en el que aparecen comentarios poco favorables, sea por la calidad del condumio ofrecido o por la carestía de las viandas; o simplemente por la carencia de reacciones de comensales anteriores?


En los últimos tiempos, la sociedad del ‘like’ está sujeta a las noticias falsas (fake news) que han arrojado más incertidumbre a los contactos personales, más allá de sus conocidas derivaciones políticas, como por ejemplo la sucia utilización de informaciones torticeras que coadyuvaron al ‘pucherazo’ electoral de Donald Trump. En el nivel individual sucede que algunas personas deseosas de ser queridas ‘falsean’ sus apariencias fotográficas en sus cuentas Istagram o Facebook, por citar algunas de ellas, a fin de recibir más ‘likes’. Otras distorsionan la realidad de sus logros personales para que resulten más atractivas e, incluso, puedan llegar a causar una impresión más favorable a sus potenciales electores, empleadores o amantes.


Como se sabe, el individualismo posesivo no sólo proclama la liberación de los individuos de sus ligámenes colectivos, sino que les emplaza a la construcción autónoma de sus propias biografías vitales. Así, los individuos pierden a menudo su sentido de la lealtad comunicacional y se convierten en consumidores anómicos y descontextualizados. Nuestras sociedades tienden a polarizarse entre ‘ganadores y perdedores’ (winners and losers), pero la llegada del fenómenos ‘like’ hace tabla rasa entre el éxito y el fracaso. Aparentemente, ambos quedan reducidos al mínimo tras presionar insistentemente, en un sentido u otro, las teclas de simpatía/antipatía de nuestros iPads o smartphones. Verdaderos y falsos, guapos y feos, listos y tontos conviven en una democracia digital que todo lo engulle y recicla.


Podrá decirse que las prácticas sintéticamente ilustradas anteriormente no son más que la continuación por otros medios más tecnológicamente avanzados de los sempiternos hábitos de vanidad consustanciales a la naturaleza humana. Bien podría suceder que, simplemente, las mejoras virtuales de nuestros deseos de autoafirmación sólo escondan una realidad de carne y hueso. Al fin y a la postre el ‘masaje’ de los nuevos medios no hace desaparecer nuestra condición humana con sus fealdades y limitaciones, ¿o sí?

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